lunes, 6 de agosto de 2012

Los Cien Golpes (fragmento). Melissa P.




Tropezamos varias veces entre las piedras, por aquellas calles pequeñísimas y oscuras, ceñidas por muros; lo único visible era el cielo, tachonado de estrellas, y la luna que iba y venía jugando tal como hacíamos nosotros. No sé por qué, este sitio me inspiró sentimientos macabros y sombríos: pensaba estúpidamente, o quizá legítimamente, que en alguna parte, cerca se celebraba una misa negra en la que yo era la víctima elegida. Hombres encapuchadas me atarían a una mesa, me rodearían con velas y candelabros, luego me violarían por turno y, al final, me asesinarían con un puñal de hoja sinuosa y afilada. Pero confiaba en él; quizá sólo eran pensamientos surgidos de la inconsciencia de aquel momento mágico. Aquellas callejuelas que me habían provocado un cierto temor nos condujeron a un acantilado que caía a plomo en el mar, se podían oír las olas que rozaban la orilla con su espuma. Las rocas blancas, lisas y grandes: pronto me imaginé para qué servirían. Antes de acercarnos a ellas tropezamos por enésima vez: me sostuvo atrayéndome hacia él y acercándome a su rostro, nos rozamos los labios sin besarnos, oliendo nuestros olores y escuchando nuestra respiración. Y entonces empezamos a comérnoslos, chupándolos y mordiéndolos. Nuestras lenguas se encontraron: la suya era cálida y blanda, me acariciaba por dentro como una pluma, pero me sofocaba. Los besos se pusieron al rojo vivo, hasta que me preguntó si podía tocarme, si era el momento. Sí, respondí, es el momento. Se cortó cuando descubrió que no llevaba bragas y se quedó quieto, inmóvil por unos segundos ante mi carnosa desnudez. Pero después percibí las yemas de sus dedos que frotaban el volcán en explosión. Me dijo que quería degustarme.

Me senté en una de esas enormes piedras y su lengua acarició mi sexo como la mano de una madre acaricia la mejilla de un recién nacido: despacio, con dulzura; el placer era inexorable y continuo, denso y frágil al mismo tiempo. Me derretía.

Se levantó y me besó y paladeé mis propios humores en su boca: eran dulces. Ya le había rozado el miembro varias veces y lo había sentido tieso y apretado bajo los vaqueros. Se desabotonó y me ofreció su pene. No, nunca había estado con un hombre circunciso, no sabía que el glande ya estuviera fuera. Se presenta como una punta lisa y suave, a la cual me era imposible no responder de rodillas.

Me levanté y, acercándome a su oído, le susurré:

-Fóllame.

Mi lengua serpentina lo había vuelto loco y, mientras me incorporaba, me preguntó dónde había aprendido a mamar de ese modo...

Me dijo que le diera la espalda, con las nalgas bien a la vista. Primero se detuvo a observarlas y este gesto suyo me pareció extravagante, pero su mirada clavada en mis redondeces me excitó muchísimo. Esperé el primero golpe con las manos apoyadas en la piedra fría y lisa. se acercó y apuntó a la diana. Le pedí que me describiera, que le diera un calificativo a la manera en que me estaba ofreciendo a él: una putita que no tiene fin. Lancé un gemido de asentimiento que él acompañó con un golpe bien asestado, seco. Luego me solté de aquel puzzle agradable y mirándolo, deseosa de volver a sentirlo dentro, le dije que si esperábamos unos minutos antes de apoderarnos el uno del otro, se intensificaría nuestro placer.

-Vamos al coche -le dije-, estaremos más cómodos.

Cruzamos de nuevo el laberinto oscuro, pero esta vez ya no tenía miedo, mi cuerpo estaba atravesado por mil duendecillos que se divertían persiguiéndome y haciéndome sentir, por momentos, angustiada y, por momentos, eufórica, en una euforia inasible. Antes de subir al coche volví a observar los nombres escritos en el portón y sonreí dejando que él entrara primero. Me desvestí en seguida, completamente, quería que cada célula de nuestro cuerpo y de nuestra piel entrara en contacto con la del otro e intercambiasen sensaciones nuevas, exaltantes. Me puse encima y comencé a cabalgarlo con vehemencia dándole golpes suaves y rítmicos alternados con golpes secos, duros y severos. A fuerza de lamidos y besos lo hice gemir. Sus gemidos son agujas de muerte: pierdo el control. Es fácil perder el control con él.

-Somos dos amos -me dijo, y preguntó:- ¿cómo haremos para someternos al mismo tiempo? ¿Quién someterá a quién?
-Dos amos se follan y gozan recíprocamente- respondí.

Lo embestían embates incisivos y mágicamente aferré aquel placer que ningún hombre ha sabido nunca darme, ese placer que sólo yo estoy en condiciones de procurarme. Fueron espasmos por doquier, en el sexo, en las piernas, en los brazos, hasta en la cara. Mi cuerpo era una fiesta. Se quitó la camiseta y sentí su torso desnudo y velludo, calentísimo, en contacto con mi pecho blanco y liso. Froté los pezones contra quel descubrimiento maravilloso, lo acaricié con ambas manos para hacerlo mío del todo.

Descendí por su cuerpo y él me pidió:

-Tócala con un dedo.

Lo hice y, estupefacta, vi lagrimear su miembro; instintivamente acerqué la boca y tragué el esperma más dulce y azucarado que nunca haya probado.

Me abrazó durante algunos instantes que me parecieron interminables y tuve la impresión de poseerlo entero, completo. Luego, mientras estaba aún desnuda, me apoyó tiernamente la cabeza sobre el asiento. me quedé acurrucada iluminada por la luna.

Tenía los ojos cerrados, pero de todos modos sentía su mirada clavada en mí. Pensé que era injusto ponerme los ojos encima durante tanto tiempo, que los hombres no se conforman nunca con tu cuerpo, que además de acariciarlo, besarlo, quieren imprimírselo en la cabeza y que ya no se borre jamás. Me preguntaba qué podía sentir mirando mi cuerpo adormecido y quieto. Para mí no es necesario mirar, lo importante es comprender y esta noche lo he comprendido. Traté de reprimir una carcajada cuando lo oí farfullar lamentándose de no encontrar el encendedor y con los ojos aún cerrado y la voz ronca le dije que lo había visto volar del bolsillo de la camiseta mientras la tiraba en el asiento delantero. Se limitó a mirarme un mísero instante y abrió la ventanilla dejando entrar aquel frío al que antes no había prestado atención.

Luego, después de muchos minutos de silencio, dijo, echando el humo del cigarrillo:

-Nunca lo había hecho así, nunca algo semejante.

Sabía a qué se refería, sentía que aquel era el momento de los discursos serios que romperían o, por el contrario, reforzarían esta peligrosa, precaria y excitante relación.

Le apoyé la mano en el hombro y sobre la mano apoyé los labios. Esperé antes de hablar, aunque sabía exactamente las palabras que pronunciaría desde el primer instante.

-El que no lo hayas hecho nunca antes no significa que esté mal.
-Pero tampoco que esté bien -dijo, aspirando de nuevo.
-¿Y a nosotros qué nos importa el bien y el mal? Lo importante es que lo hemos pasado bien, que lo hemos vivido a fondo -me mordí los labios, consciente de que un hombre adulto nunca escucharía a una chiquilla presuntuosa.

En cambio, se volvió, tiró el cigarrillo y dijo:

-He aquí por qué me haces perder la cabeza: eres madura, inteligente y la pasión que llevas dentro no tiene límites.

Es él, diario. La ha reconocido. Mi pasión, quiero decir. Cuando me llevaba de vuelta a casa me ha dicho que era mejor que dejáramos de vernos como profesor y alumna, que ya no podría considerarme bajo ese aspecto y, además, él nunca mezclaba el trabajo con el placer. Le respondí que me parecía bien, lo besé en la mejilla y abrí el portón. Se quedó esperando hasta que entré.



Traducción de Juan Carlos Gentile Vitale.
Poliedro, 2003.

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